Así es la situación de la infancia migrante venezolana que debe desarrollar su individualidad en las calles del centro de Medellín.
Por: Valentina Castaño
Más abajo del Parque Bolívar, las calles del centro se convierten sin desearlo en un escenario que reúne las más complejas problemáticas sociales de la ciudad de la eterna primavera. Prostitución, hurto, abuso y tráfico de sustancias, son cotidianidad en calles como Barbacoas y La Paz. Recientemente, la migración añadió un nuevo elemento a las difíciles dinámicas de esta zona.
Medellín ha sido una de las principales ciudades receptoras de migrantes venezolanos en los últimos años. Su centro, por ser el sector donde se concentran la mayor cantidad de actividades comerciales, recibió en sus antes vacíos hoteles e inquilinatos a miles de familias necesitadas de un techo a precio accesible. Y las calles, antes temidas, se convirtieron en el parque de juegos de sus pequeños.
Migrar por obligación
De acuerdo con cifras suministradas por Migración Colombia, hasta febrero del 2021, en Colombia había 1´729.537 migrantes venezolanos, 90.100 de ellos en Medellín. Quienes dejan Venezuela lo hacen buscando las oportunidades que el gobierno de su país les ha negado, sin embargo, tras muchos de los adultos que toman la decisión de migrar, hay uno o más niños que simplemente acatan la orden. Al llegar a las ciudades, su cotidianidad se construye en torno al rebusque, sea de dinero, comida o lugar para dormir.
Carolina tiene dieciséis años, llegó a la capital antioqueña iniciando el 2020 en compañía de su tía, su prima y su hermana; las cosas no iban muy bien para su familia en Venezuela y, aunque no estaba del todo segura de dejar a su madre, las promesas de un mejor futuro la convencieron de partir.
“A veces no teníamos que comer, otras veces sí, los precios subían y bajaban. Mi tío nos enviaba dinero de Colombia, pero no era suficiente. Me dijeron que aquí iba a estudiar bien, que íbamos a estar mejor”, recuerda Carolina con una voz apagada por la nostalgia.
La calle 57A, Barbacoas, un sector del centro conocido por ser sitio para la prostitución, es ahora frecuentado por niños de todas las edades que han llegado a habitar allí.
Y aunque, luego del éxodo que implicó su llegada, Carolina se matriculó rápidamente en una institución educativa del barrio San Benito, la llegada de la virtualidad con la pandemia supuso retos que, sin el apoyo correcto, la llevaron a desertar como a tantos.
Sin estudio, ni espacios para entretenerse entre amigos, cuando no está encerrada en casa o ayudando a su hermana mayor en el negocio en el que trabaja, Carolina recorre sola el centro en bicicleta para distraerse.
Según un análisis realizado por el programa Bases Sólidas, sobre la situación de la infancia refugiada y migrante venezolana en Colombia, para los niños y niñas la migración es un fenómeno que impacta profundamente en sus vidas y sus posibilidades de desarrollo. Con sus responsables ocupados, los menores son vulnerables al abuso, el abandono, la violencia, la trata y el reclutamiento forzoso. Pueden ser testigos de situaciones traumáticas, vivir el debilitamiento de sus redes de apoyo (como familias o comunidades) y la garantía de sus derechos puede verse amenazada o interrumpida.
Encerrados en la pieza o sometidos a la calle
Aunque la vida en Colombia parece traer mejorías para los niños, puesto que, dada la escasez de alimentos que padecían en Venezuela, comer más de una vez al día representa una alegría; la vida en la calle o sin una vivienda fija es un cambio al que se resisten, principalmente porque en su país de origen contaban con un espacio propio en el que se desenvolvía su vida cotidiana.
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No es barato ni sencillo arrendar un lugar digno para vivir en Medellín. Por esto, las familias que llegan con bajo presupuesto deben buscar alternativas económicas como los inquilinatos del centro, donde se puede pagar una habitación o un pequeño estudio por $20.000 o $25.000 la noche, sin necesidad de papeleo.
“Nos vinimos gran parte de la familia, pero hicimos un sacrificio muy grande, gastamos mucha plata, $1´755.000. Colombia es mejor porque uno se puede comprar todo, pero no es como Venezuela, allá no se paga arriendo, servicios, nada de eso, a duras penas la luz y eso que no siempre, allá uno puede hacer lo que uno quiera”, cuenta Erianny Sánchez, también menor de edad venezolana.
Ella, quien vive en un apartaestudio de un edificio en Palacé con Perú, junto a varios miembros de su familia, debe pasar en él la mayor parte de sus días; sus padres no la dejan hacer amistades o recorrer sola el sector, temerosos de los peligros y de que algo pueda pasarle.
La adolescencia, una etapa que debería representar la libertad y las risas con los amigos, se convierte en un tiempo muerto para estos jóvenes, quienes deben pausar sus vidas para enfrentarse a una realidad que los supera.
El futuro incierto de una generación
El Estado ha tratado de mitigar el impacto negativo de la migración en los menores, abriendo su oferta a todos aquellos que deseen estudiar, independientemente de su estado migratorio. No obstante, se presentan aún retos importantes relacionados con el apoyo para incrementar la capacidad de adherencia de estudiantes al sistema educativo.
Aunque para octubre del 2020, en Medellín había 21.963 niños, niñas, adolescentes y mayores de edad de nacionalidad venezolana matriculados en instituciones educativas de la ciudad, 1.563 de ellos en La Candelaria, se espera un crecimiento significativo en los números de deserción a raíz de la pandemia.
Yonaikis, una joven que habita el sector de Barbacoas junto a su madre y hermana menor, reflexionando sobre su situación concluye que, “antes de llegar acá me gustaba mucho estudiar, de hecho iba a terminar mi bachiller, estaba en noveno y en Venezuela solo se ve hasta décimo. En este momento ya no estoy estudiando, por la situación de las clases virtuales, no tenía La calle 57A, Wi-Fi, con la cuarentena se hacía complicado recargar datos, no entendía absolutamente nada y decidí dejarlo así, si yo quiero estar bien preparada para mi futuro, las clases virtuales no son indicadas ahorita”.
Parece que, mientras la migración continúe superando la capacidad de respuesta de los programas estatales, el futuro de estas generaciones en formación se mantendrá incierto.