Por Juan Moreno
Cada vez que me mudo de casa digo, juro y deseo con todas las fuerzas de mi alma, que sea la última vez que me toca un trasteo, situación de la existencia que no le deseo a nadie. Y eso que hace unos días una amiga de mi mamá dijo, mientras yo me quejaba, que le encantaba pasarse de casa. Hay gente con unos ruiditos que, francamente, oiga.
Cuando yo vivía bajo las alas de mi progenitora y nos mudábamos, situación que, venturosamente, sucedió solo dos o tres veces en esa época, ella se encargaba de todo. Contrataba una gente que hasta empacaba en cajas, enrollaba, cargaba y acomodaba y no había que clasificar nada, esos ángeles de dulceabrigo en la cabeza y overoles caqui corrían con todo el trabajo sucio. Eso sí, se perdía una que otra cosita, pero bueno, nimiedades comparadas con la angustia de planear un trasteo.
Cuando me casé y tocaba mudarse, convenientemente me inventaba jornadas de trabajo inverosímiles para ausentarme el día señalado, fingía dolores de espalda, ciáticas, reumatismos, me aquejaba el huesito de la alegría, en fin, pasé de agache por una buena causa.
Y es que de verdad que yo ayudaba más mirando porque toda mi vida he sido absolutamente torpe con las manos. Yo no sé seleccionar, no sé organizar y desconozco el bello arte de acomodar las cosas por tamaño, por uso o por peso. Es peor si me pongo en eso, créanme.
Hace un tiempo, ya soltero (tampoco supe acomodar el peso y el tamaño de la cruz del matrimonio) y después de vivir plácidamente por casi seis años en un apartaestudio lo más de cuco (el famoso “desnucadero”), y de dotarlo con lo poco que me dejó la repartición de males, recibí la llamada que convirtió el sueño en pesadilla: “Don Juan, es que la dueña del apartamento lo quiere ir a ver”. Pues no hay problema, contesté. Se dará cuenta de que aquí está, en el lugar de siempre, y que está hasta trapeadito y sacudido, le dije a la chica de la empresa de arrendamientos. “Ay, no, Don Juan, es que, cómo le dijera, lo que pasa es que creo que lo va a pedir”. Ah, carajo. Un frío intenso me subió por la espina dorsal y esto ya fue un sinvivir hasta que la señora se apareció por “mi” castillo.
Llegó con otra señora, viejita ella, que no musitaba palabra. Yo la recibí con mi mejor cara de príncipe mientras le averiguaba que cuál era la intención, repito, con “mí” apartaestudio. ¿No me digás que lo vas a vender?. “No”, contestó. “Se lo voy a dejar a mi mamá”, que era la viejita que no musitaba palabra y que, para ser sinceros, estaba más cerca del arpa que de la guitarra.
Yo me deshice en comentarios contra el lugar, que había mucha escala, que el piso era muy irregular, que hacía mucho frio, que los vecinos del lado eran unos señores de esos que es mejor no saber de dónde sacan los recursos, que los de arriba eran del litoral atlántico y armaban un festival vallenato cada ocho días y que los de abajo usaban el cannabis no precisamente con fines medicinales. Nada le valió. Ella vio el desnucadero tan bonito y bien tenido que decidió quedarse con él. Y ahí fue el comienzo de la pesadilla de la mudanza.
Que consiga el carro y los muchachos que van a cargar con sus miserias, que busque cajas para empacar todo, que qué va a botar y qué va a dejar, que vea que es que usted guarda mucha bobada, que esas bolsas para qué, que esa camiseta de “Con Gaviria habrá futuro” ya está muy “jetiada” y que esas revistas de los 80 ya tienen más hongos que tinta. Ah, y que madure de una vez y salga de esos muñecos de Star Wars, de esos afiches de taller y que esos carritos a escala los done a una fundación.
Y uno se pone en la labor de descartar y botar. Y se encuentra con un montón de cosas que no sabía que tenía, entre ellas, un arrume de basura tecnológica que fue acumulando con el tiempo: cables de celular, de tablets, de cargadores, de routers de internet, pilas gastadas, cargadores portátiles, antenas, controles, forros… ¿En qué momento se amontonó todo eso?. Es increíble la cantidad de bobadas que uno no se atreve a tirar a la basura. Y uno es tan apegado, tan animista, que le da duro salir de eso, “porque quién quita que se necesite” o “lo bota hoy, lo necesita mañana”. Y con ese cuento se llena de cachivaches.
Pero la cereza al pastel son los muebles y los electrodomésticos. Cuando llegan los de la mudanza, que, déjenme decirles, si no es el trabajo más duro del mundo, es el segundo, empiezan a sacar los muebles como si fuera un lanzamiento y los dejan en el pasillo, en el lobby del edificio o en el antejardín. Les digo pues que uno nunca se siente tan miserable, tan desarraigado, tan desprotegido, como cuando ve sus propios muebles exhibidos sin pudor en la calle, al sol. Ahí sí se da cuenta de que todo está de cambiar, de botar. Que están mareados, usados, ajados, gastados, oxidados, que por qué mejor no bota todo y compra más bien todo nuevo.
En verdad os digo, un trasteo no se lo deseo a nadie. Espero que este haya sido el último de mi vida, con garantía de no repetición. Si no, les digo pues que boto todo la próxima vez que me toque una vaina de esas. Como dice mi sabia madrecita “De aquí me sacan con los pies por delante”.