La dinámica en el Viejo San Juan empieza a las 8:00 de la mañana cuando los restaurantes visten sus mesas en las aceras cerca al puerto, los habitantes buscan camino hacia colegios u oficinas y los turistas empiezan a exprimir el día para deambular por las calles estrechas y flanqueadas por tapias de colores vivaces. Así, muy viva, es la mañana del Viejo San Juan.
Un poco al norte del barrio, después de franquear una empinada colina, aparecen el Fuerte San Cristóbal y el Castillo San Felipe del Morro, construcciones que perviven a batallas que ya cumplieron cinco siglos y cuyas garitas de piedra enmohecida vigilan el mar. La zona fue declarada Patrimonio de la Humanidad en 1983. A los pies del Fuerte, por fuera de sus murallas a guisa de mezcla entre la vida y la muerte, el Cementerio Santa María Magdalena de Pazzis se expande a orillas del océano con sus lápidas que recuerdan músicos, poetas, líderes políticos y otros insignes boricuas cuyos restos reposan entre la tierra y el agua.
La gastronomía
El sol del medio día es benévolo en el Centro de San Juan: en estos días de marzo en que escribo estas líneas, densos nubarrones lo esconden y bañan las calles con una lluvia fina e intermitente. Pero no hay frío y para seguir el camino bien vale refrescarse con una piragua de china y fresa, nombre que adopta en Puerto Rico nuestro raspao con colorantes de naranja, mango y otros frutos tropicales.
Llega el medio día. En el muelle de San Juan caminan los visitantes que bajaron de cruceros que yacen atracados en calma. Un barullo se cuece en las mesas de los restaurantes que en sus cartas ofrecen pasteles y mofongos, carne guisada y arroz con gandules. La gastronomía en Puerto Rico está llena de plátano, tubérculos (yuca y yautía), granos y por supuesto mariscos. El mofongo, uno de los platos emblemáticos, es una caparazón de plátano verde previamente macerado en cuyo centro se añade carne, pollo o pescado. Una delicia que trae al paladar sensaciones de ajo y sal. Preparaciones más complejas son los pasteles que guardan similitud con nuestros tamales y el jugoso lechón característico por sus aromas a pimienta, sus sabores a especias y por su piel crocante que atentaría contra cualquier intento de dieta. Para picar, las alcapurrias: unos bollos de guineo rellenos de carne o cangrejo.
La arquitectura
Está muy bien dedicar el tiempo del reposo de semejantes banquetes a caminar las estrechas calles del Viejo San Juan; baldosines marcan las calles y unos hacen recordar los sones de Willy Colón y Héctor Lavoe cuando advertían: “Póngame oído: en este barrio muchos guapos han matao. Calle Luna, Calle Sol”. Cuentan los salseros que esta composición se remite a noches donde la prostitución abundaba en Calle de la Luna y Calle del Sol aunque de esos cuentos hoy, ante los ojos de un desprevenido viajero, poco queda. Otras calles recuerdan la influencia católica y por ello se puede recorrer la Calle del Cristo para llegar a la Catedral de San Juan Bautista, o las calles San José, San Francisco, San Justo, De la Cruz… todo en solo tres manzanas.
Y a esas callejas les llega su noche. Puerto Rico es cuna de un espectro artístico que va de la salsa al reguetón, pasa por baladistas y célebres boleristas. Los talentosos, famosos y exitosos músicos -no siempre el mismo artista tiene las tres características- se cuentan por decenas y suenan en las radios del mundo. Por supuesto, suenan también en los bares del Viejo San Juan con sus baterías, maracas y vientos en vivo que ponen a bailar, o a intentarlo, a quienes se agolpan en los estrechos locales. Y hay otros bares en los que la música la elige el visitante a razón de un dólar por canción. Las velloneras, llamadas así porque funcionaban con monedas de cinco centavos conocidas como vellones, traquetean todos los géneros hasta que la noche se cansa.
El Viejo San Juan es una joya que acoge y trata bien. La isla entera con su interminable arrullo de coquíes es un canto que amarra. Y cuando es momento de partir, obliga a coincidir en que a esa tierra del Atlántico hay que volver. Y volver.