Por: Juan Moreno
Uno de los mejores trinos de los mejores trinos que he leído dice: “Internet demostró que el problema no estaba en la falta de acceso al conocimiento y la cultura”. Nada más cierto. Lo que hizo la red fue democratizar la torpeza intelectual, descubrir cuánta tontería es capaz de decir la gente y la cantidad de odio y resentimiento que puede acumular un ser humano, siempre tan proclive a ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio, como bien dice la sabia sentencia bíblica.
Hace un tiempo, cuando las opiniones no eran tan públicas, teníamos que soportar a los amigos y familiares, o a cualquier desconocido, pontificando sobre lo divino y lo humano, revestidos de autoridad y conocimiento que no había cómo contrastar. Apelaban al famoso “me dijeron”, “me contaron”, y uno se quedaba como “ok, si lo dice este personaje debe ser que así es”. Así se hablaba de religión, de política, de fútbol, la trinidad de temas candentes. Se acababa también con la honra de una persona o una institución y todos tan tranquilos. Nadie iba a averiguar cuál era “la versión del lobo”.
Mientras internet se consolidaba, en los primeros diez años, hubo posibilidad de acceder a un saber amplio, casi que sin restricciones. Ahí se subían verdaderas fuentes de conocimiento, todos los medios estaban a disposición del público y comenzaban a surgir las enciclopedias virtuales. Cuando comenzó la era del internet 2.0 o interactivo, a la gente se le dio la oportunidad ya no solo de recibir información sino de aportarla, de ayudar a construir una sociedad en línea que tal vez, como la maldita pandemia, “nos iba a convertir en mejores seres humanos”. Puro y físico humo, publicidad engañosa.
Primero, fueron llegando las redes sociales y ahí cada quien podría expresarse a su libre albedrío. Mamita querida, lo que hubo que aguantar. Gente que sabía de todo un poco, que hablaba de esto o aquello, que ponía información a cuál más disparatada, que se iba en contra de quien no estuviera en su orilla política, que hacía eco de teorías de la conspiración que no se cree ni un niño de tres años y, sobre todo, que opinaba sin ningún criterio, sin formación, solo de oídas.
Las redes se convirtieron entonces en un inmenso bar donde la gente sufre de verborrea sin control al son que se toma unos tragos y pierde la capacidad de autocrítica. Primero Facebook, luego YouTube con los influencers sin censura haciendo payasadas y ridículos astronómicos y la cereza al pastel, Twitter y su desmesura nauseabunda, donde en 140 caracteres queda en evidencia lo más podrido de la condición humana.
Como un mal necesario, esta red produce una especie de adicción en la que es inevitable caer para darse cuenta de hasta dónde puede llegar un ser humano parapetado tras una pantalla o un teclado y con ganas de ver arder el mundo. La gente ahí sabe de todo, para todo tiene una opinión, todo lo contesta, sienta cátedra de política, fútbol y religión, como no. Se victimiza, asume los ismos, las fobias y las filias, y lo más bonito, destila todo el odio que le sea posible. Todos quedan como imbéciles, como una subespecie tarada de odiadores a sueldo en donde cualquiera impone su opinión a trinazos y cazando peleas de matones de barrio.
No importa si es político, si es artista, si es líder de algo. Con una cuenta puede “incendiar las redes” como dicen en los medios y generar opinión. Si es que hasta los noticieros se construyen hoy en día a punta de trinos o lo que dijo o peleó alguien en Twitter.
Ah, pero hablando de medios, estos, inocentemente, abrieron sus páginas a la opinión de los lectores. Toda noticia se puede comentar y es aquí donde, recargados, tienen que hablar de cada noticia atacando todo lo atacable, generalmente contra sus protagonistas, políticos, actores, gente famosa. Vomitan su frustración y sus carencias yéndose contra el que cayó en desgracia, contra el investigado, contra el polémico o el que metió las patas por cualquier razón. La gente está muy enferma, muy envenenada por otra gente experta en generar caos, en crear ejércitos de opinadores sin criterio, en apoderarse de sus cuentas para que sirvan de parlante a sus intenciones. Ya el opinador de bar, el de sala, el cuñado con ideas, luce inocente al lado de los odiadores con acceso a internet.
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Opinar es comunicar una línea de pensamiento basada en un sustento demostrable y con apoyos. No salir a ladrar con la rabia en el corazón, enceguecidos por una ideología, un ismo, una fobia o una filia. Todo eso es un reflejo de la pobre educación que hemos tenido, de nuestro subdesarrollo, de nuestro resentimiento perenne. Es una triste realidad presencial, un reflejo de lo que somos y de lo que no nos va a dejar salir adelante como país.
Las redes se convirtieron en un inmenso bar donde la gente sufre de verborrea sin control. La gente está muy enferma, muy envenenada por otra gente experta en generar caos.