Por: Redacción Centrópolis.
La arquitectura para Medellín ha representado más que una simple herramienta de diseño para sus edificaciones: ha sido una clave en la creación de identidad citadina, la cual ha sido casi tan cambiante como su historia misma.
Hace un siglo se habló de “arquitectura culta”, término que tenía un trasfondo profundo, ya que con esta idea la imagen de villa colonial quedaría en el pasado, y la elegancia y sofisticación de la arquitectura europea se aplicaría en la nueva Medellín.
Ahí aparecería el gran exponente de esta mezcla entre cultura y arquitectura: el edificio Gonzalo Mejía, obra del belga Agustín Goovaerts. Construido en 1924 y diseñado bajo los principios del Art Nouveau, fue uno de los epicentros culturales más importantes de América Latina, al albergar además del Hotel Europa y un lujoso restaurante, al teatro más importante de aquel momento: el Junín, con capacidad para casi cinco mil personas.
Dicha “modernización” fue impulsada por la implementación de avances tecnológicos en esos edificios de “arquitectura culta”, como fue el caso del Edificio Olano, construido entre 1913 y 1919. Fue el primero en la ciudad que contó con un ascensor, obra del ingeniero Enrique Olarte, formado académicamente en Francia y que plasmó en esta construcción detalles que evocaban los edificios parisinos, algo que podemos ver en otra de sus obras, como la Estación del Ferrocarril.
No solo con personajes locales formados en Francia llegaron las corrientes y estilos de este país. Años atrás había arribado Charles Carré, quien se encargaría de la Catedral Metropolitana y otros proyectos como el Palacio Amador, una casa de exuberante arquitectura, ubicada sobre el corredor de La Playa, que fue regalo de bodas de Coriolano Amador a su hijo José María. La belleza de la construcción fue admirada por todos, tanto así que tiempo después fue la casa del arzobispo.
Pero, ¿Qué une a estas edificaciones, más que la temporalidad de su construcción? Pues que fueron víctimas de esa búsqueda de identidad de Medellín. Avanzado el siglo XX, quedó atrás la inspiración europea y llegó un pensamiento que buscaba el aprovechamiento de los espacios al máximo, donde altas torres y grandes avenidas se convertían en referente de progreso. Se adoptó un modelo más norteamericano para la nueva identidad y el Edificio Olano fue demolido para dar paso a un nuevo carril de la Avenida Bolívar, y los lotes donde estaban el Gonzalo Mejía y el Palacio Amador dieron paso a dos de las torres mas imponentes de la ciudad: el Edificio Coltejer y el Edificio Vicente Uribe Rendón.
Pero no toda la “arquitectura culta” fue demolida. Este concepto trajo a la ciudad otros edificios únicos en su estilo y referentes de modernización, como el Edificio Víctor, obra excepcional del Art Decó. Este sigue en pie después de 95 años, con tres esculturas con formas de cabezas en la cima, obras del escultor Bernardo Vieco, las cuales han sido testigos de la acelerada y drástica transformación de su entorno.
No solo los edificios son víctimas del olvido, también los son sectores enteros que por la falta de seguridad y el deterioro social llevan a que joyas del patrimonio vayan quedando aisladas. Es el caso de la Iglesia de San Antonio, con una monumental cúpula de 12 metros de diámetro, que es una hazaña de la ingeniería que se comenzó a construir en 1874. Aislada en medio de las agitadas avenidas Oriental y San Juan y la inseguridad del sector que la rodea, es un punto de referencia para ubicarse en el centro de la ciudad, pero al que pocos se atreven a acercarse.
Tal como le sucede también a una vecina suya, patrimonio de la nación desde 1998, la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, obra de Agustín Goovaerts, que retoma elementos del gótico, y que se ha sumido en un aislamiento profundo rodeada de talleres, camiones y almacenes de autopartes.
Alrededor del 80% del patrimonio declarado de Medellín, está en el centro. En él, la historia, el arte, el comercio, la religión y la ciudadanía convergen, siendo el mejor ejemplo de lo que somos como ciudad, la que sentimos como propia, pero que en ocasiones también nos resulta ajena.
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