Después de año y medio de este marasmo en el que nos metió un microrganismo, el único ser vivo que pudo poner así en jaque al mundo, volví a caminar por las calles del centro de Medellín. En realidad, estuve transitando por las zonas más conocidas, por las que iría un desprevenido turista.
Un sujeto, en un viaje de alucinógenos que lo tienen en una galaxia muy, muy lejana, se tambalea, tratando de abandonar la zona cercada que ahora es la Plaza Botero. No lleva tapabocas, está ajeno a la realidad del mundo, camina hacia ninguna parte. Su figura, inclinada hacia la izquierda, hace que luzca como esos muñecos inflables alimentados por aire y que se mueven torpemente para llamar la atención de los transeúntes.
Una agente de la policía, estrenando el lustroso nuevo uniforme que atavía ahora a nuestra fuerza pública, lo llama con una voz firme pero condescendiente. Los dos protagonistas parecen conocerse. Él se hace, nunca mejor dicho, el loco, mientras ella va elevando el tono de su voz. Un acompañante del viajero ayuda a traerlo de vuelta a la tierra con un: “Vea, le cayó la ley”, mientras la representante de la autoridad comienza un discurso pleno de consejos mientras esculca en un roñoso morral y va sacando frascos de pegante, algunos papeles, una botella de un límpido fluido que no parece ser agua y un par de zapatos de repuesto. El hombre solo ríe, acostumbrado a esa rutina y con una desdentada sonrisa se aleja por la carrera Bolívar hacia la estación del metro, que a esa hora tiene, raramente, una vida a media máquina.
Después de año y medio de este marasmo en el que nos metió un microrganismo, el único ser vivo que pudo poner así en jaque al mundo, volví a caminar por las calles del centro de Medellín. En realidad, estuve transitando por las zonas más conocidas, por las que iría un desprevenido turista. De hecho, ya se ven turistas mezclados entre los habituales de la zona, como el hombre aquel que se escapa de la realidad.
Subiendo por Maracaibo me sorprende la fluidez del tráfico a pleno medio día. Los restaurantes de la zona esperan por los clientes con llamativos avisos o con personal que, menú en mano, invita a degustar las delicias de cada lugar. En el Parque del Periodista, sospechosamente, no se ve el tumulto de siempre. El Viejo Vapor está cerrado y el otro humo tampoco se distingue en demasía. La gente conversa alegremente y el sitio parece una postal que invita al regocijo. Son días raros.
Las calles del centro-centro parecen despejadas mientras las carreras son las que reciben la carga vehicular. Pareciera que el mundo se dirige de sur a norte y viceversa y no de oriente a occidente y viceversa. En La Playa me siento como en esas postales de mediados del siglo pasado. Pocos carros, gente en plan paseo, la vida ralentizada. ¿Será que la gente no ha vuelto?, ¿Estarán todos en teletrabajo?, ¿A dónde se fue el resto del mundo?
Parece que se fue al cine, porque pescando una conversación en esa avenida con El Palo, un muchacho de camiseta tres tallas más grandes, gorra de visera plana y sudadera, le dice a otro con vestimenta similar: “Oe, vamos a caer por allí a los güesos o qué?, están filmando quisque una película y con atores naturales. A lo mejor necesitan una nea como vos, jajaja”. El otro aguanta la chanza y recibe de buen agrado la invitación. Caminan hacia el lugar, cada uno con una bolsita negra en la mano y con un tapabocas que conoció mejores días, protegiendo el mentón, no vaya a ser que por ahí se les cuele el bicho, pensarán.
En la Clínica Soma, mientras tanto, un guarda de seguridad, investido de poder, o mejor dicho, como dirían ahora, empoderado, selecciona en la entrada quienes pueden ingresar al centro de salud como acompañantes, brinda información, ayuda a completar documentos y hasta evalúa la gravedad de los pacientes. Ese es un trabajo que admiro y respeto, pero que nunca quisiera ejercer. Prefiero mi actitud pasiva de observador del malestar ajeno en estos días raros.
Por la Avenida Oriental, convertida ahora en una vía mayoritariamente de dos carriles, pasan todos los buses de Medellín. Como enormes borradores ruedan a desesperante ritmo saltando entre las dos calles habilitadas. Se entrelazan con taxis, motos, peatones y uno que otro carro particular que se atreve a desafiar ese maremágnum. La más grata de las sorpresas después de tanto y tanto tiempo, como cinco años que parecieron los casi 50 que tiene la avenida, por fin, por fin, aleluya, terminaron y entregaron las estaciones del Metroplús. Unas obras catedralicias que revolcaron esa arteria hasta producir el infarto vehicular que aun hoy pervive. Ojalá que no sea una víctima inerme de “la juventud soñadora”, que suele ensañarse en sus marchas contra este mobiliario urbano, acabando con las estaciones y buses que los llevan a ellos y a sus familias a las casas, pero bueno. Eso es otra discusión, me exalté.
Hay muchos negocios cerrados, con el cartel de se vende o se alquila, pero también hay otros que sobrevivieron, nuevos ingresos, emprendimientos, y, claro, Playa abajo, los habitantes del Pasaje La Bastilla, que se imagina uno, la pasaron bien mal en el encierro, sin sus amigos de borrachera, de conversadas, de tertulias remojando la palabra. Ahí están, como aves al sol, con sus alas extendidas, con sus discusiones eternas, con sus encuentros furtivos, mientras el resto del mundo trata de reincorporarse como mejor puede. Hasta envidia dan, ahí, a merced del vientecito soporífero del medio día, mientras Versalles, el Astor y el Parque Bolívar, con su nueva cara y sus viejos vicios, nos recuerdan lo bueno que es tener de nuevo, más de lo mismo.
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