Como gerentes, ediles, líderes barriales y deportistas destacadas, ellas son protagonistas de lo que pasa en el corazón de Medellín.
Por: Vanesa Restrepo.
En los últimos 200 años el centro ha sido el escenario en el que las mujeres dejaron de ser únicamente amas de casa y pasaron a liderar los proyectos que buscan convertir al corazón de la ciudad en el eje cultural, deportivo y económico de Medellín.
La transformación no fue pequeña. Hace 200 años, cuando esta ni siquiera era una ciudad, las mujeres de Medellín se dedicaban a cuidar sus casas e hijos, y solo salían a lavar ropa en las aguas de la quebrada Santa Elena. Después se les vio en las fábricas de telas y otras manufacturas, reemplazando a los hombres que se iban a combatir en las guerras, tal y como lo reconstruyeron las investigadoras Ana Catalina Reyes y María Claudia Saavedra en su libro “Mujeres y trabajo en Antioquia durante el siglo XX”.
Pero solo hasta las primeras décadas de 1900 —cuando la ciudad pasó a tener más barrios con tranvías y carros en vez de caballos y coches— ellas empezaron a organizarse: se encargaron de dar clases en los colegios y cuidar enfermos en los hospitales, y exigieron que se les permitiera estudiar más. Las pioneras fueron aprendices de taquigrafía y contabilidad en la escuela Remington, y pocos años después aparecieron las primeras abogadas y médicas en la Universidad de Antioquia. En pleno 2021, son protagonistas de lo que pasa en la esfera pública y privada.
En Boston mandan las mujeres
Cinco de los siete ediles —representantes de la comunidad ante el gobierno local— son mujeres. Por eso Lucy Stella Pamplona Morales, la presidenta de la junta, se ríe cuando le dicen que el centro es para hombres y que las mujeres deben estar en la casa. Ella, viuda hace siete meses, dejó su trabajo como enfermera y se dedicó a defender a su comunidad desde hace cinco años.
Cuando llegó, dice, las mujeres eran minoría y las diferencias políticas se marcaban entre ellos. Hoy, ella y sus compañeras decidieron que le apostaban a trabajar juntas sin importar las diferencias y eso las convirtió en amigas. “Yo era instructora de aeróbicos y no sabía nada de gobierno cuando me propusieron que me lanzara a esto. Tenía miedo, pero la presidenta (Lucy) nos guió. A mi hasta me enseñó a controlarme porque yo era de las que sí había que pelear a golpes, lo hacía”, dice Diana Verónica Patiño, otra de las ediles.
A su lado Claudia Isabel Calderón, representante ante el Consejo de Patrimonio y contadora de profesión, suelta una carcajada y mira a Irma Lucía Espinosa, vicepresidenta de la junta y la abogada del grupo. De la nada, María Cristina Poveda se les une para confirmar que aquí lo que hay es comunidad. “La gente dice que el centro es de nadie, y sí, tiene muchos problemas. Pero hay espacios de los que nos estamos apropiando y cuidando. Si no me cree venga cada mes y verá cómo nosotras mismas, junto con los vendedores ambulantes, nos encargamos de lavar el patio y alimentar a todo el mundo con sancocho. Y trifásico que no es lo mismo”.
Una gerente para todo el centro
Cada día a las 5:00 a.m. Mónica María Pabón se despierta para preparar el desayuno de su hijo de 7 años y dejarlo en la ruta que lo lleva al colegio. Tres horas después, en el Centro Administrativo La Alpujarra, toma la vocería para discutir los planes y proyectos que se ejecutarán en la comuna 10, a la que conoce a la perfección porque ha sido su lugar de trabajo desde hace 20 años.
Ella, arquitecta especializada en restauraciones, está enamorada del espacio público y los edificios antiguos. Por eso no es extraño que como Gerente del Centro (cargo que ocupa desde enero de 2020) le haya apostado a construir parques de bolsillo y a recuperar insignias como el edificio La Naviera.
“Quienes dicen que el centro no es un lugar para mujeres, es porque no lo conocen. He trabajado con agrupaciones de tinteras y trabajadoras sexuales, pero también con edilesas, directoras gremiales y ellas son las que se han agrupado para trabajar por la comunidad”, dice minutos antes de liderar, junto al alcalde Daniel Quintero, la reapertura del Teatro Pablo Tobón Uribe.
La lucha por la legalidad
A pocos metros de ahí, en la Plazuela San Ignacio, Ludy Toro Sossa sirve tintos y vende minutos de celular. Su puesto, en el que se destaca una sombrilla de colores, parece un bar de tertulias en el que hombres y mujeres hablan de la vida mientras prenden cigarrillos y doblan la dosis de café.
Lo que pagan sirve para que la mamá de Ludy, tres de sus hijos y sus dos nietos puedan comer y estudiar. “Yo llegué aquí hace muchos años, primero trabajé en panaderías y restaurantes, incluso alcancé a montar mi propio local, pero me cansé y decidí venirme a la calle. Ya la gente me conoce porque soy miel cuando atiendo, pero mierda cuando se meten conmigo”, dice y suelta una carcajada.
Cuando empezó con un carro de tintos, hace nueve años, se escondía para que sus vecinos no la vieran. Pero luego de sobrevivir a aguaceros, granizadas, peleas y carreras contra los agentes de espacio público, muestra orgullosa su permiso de ventas. “¿Vergüenza? Ni que estuviera robando”, agrega mientras atiende a cuatro clientes que parecían sus amigos de toda la vida.
Si hay deportistas en el centro
A sus 13 años, Luisa Fernanda Vélez Pineda administra el tiempo como si fuera una adulta. A las 5:00 a.m. está de pie para ayudarle a su abuela con las tareas de la casa y el cuidado de sus hermanos. A las 10:00 a.m. toma su bicicleta y sube como un rayo hasta La Ladera, donde entrena con varios amigos, y al mediodía está de regreso en casa, justo a tiempo para bañarse, almorzar y conectarse a las clases del colegio que empiezan a la 1.00 p.m.
Dos horas después llega el momento más feliz del día: empieza su entrenamiento de fútbol, el deporte que aprendió de su padre (al que no ve hace nueve años) y que le dio su primera medalla en el torneo Sueños de Infancia, donde venció a otros 25 equipos.
“Yo soy defensora y hay muy pocas niñas jugando fútbol. Entonces a veces los niños del colegio o en la calle me gritan que soy ‘marimacho’, me dicen que esto es solo para hombres. Pero no, el fútbol es para todos”, cuenta mientras juega con su pelo ondulado.
En la noche, después de hacer tareas, se va al parque de Boston para ayudarle a su abuela en la venta de empanadas: “Con lo que ella vende nos da comida a mis hermanos y a mí, porque mi mamá nos abandonó. Yo quiero seguir entrenando y estudiando, convertirme en cirujana y darle a ella una mejor vida, porque para mí es como un papá y una mamá a la vez”.
Una abogada en El Hueco
Hace cinco años Janneth Zuleta Gaviria se pasó a “vivir” al Centro. Y aunque su casa queda en otro lugar, ella pasa la mayor parte de sus días entre Pichincha y Maturín, dirigiendo los destinos del Centro Comercial Gran Plaza, uno de los más grandes del sector.
Ella, abogada de profesión que solo visitaba el centro para compras o reuniones, se convirtió en un referente para los comerciantes formales e informales del sector. “Yo nunca he sentido que me menosprecien por ser mujer y en el sector de centros comerciales somos muchas. Pero El Hueco sí fue, hasta hace un tiempo, un espacio donde había más hombres”, dice.
En los últimos años, agrega, la proporción de hombres y mujeres cambió y, por lo menos en la fuerza de ventas, ellas ya son mayoría. “Este no es un lugar prohibido para las mujeres, pero sí faltan cosas. Creo que aquí deberíamos tener, por ejemplo, un jardín de Buen Comienzo porque muchas de las vendedoras son madres cabeza de familia, y ahora con los colegios en la virtualidad, a veces no encuentran quién los cuide”.