La soledad ha sido por años enemiga de algunos espacios del centro de Medellín. El desplazamiento de las empresas y habitantes del sector a otras partes de la expandida urbe propició la llegada y el establecimiento de dinámicas clandestinas, criminales, aquellas que necesitan esconderse para prosperar.
Lugares como el barrio Colón, la carrera Palacé cerca al Parque Bolívar, o la calle Barbacoas, fueron olvidados y se convirtieron en sitios marginados. Sin embargo, durante el último lustro, la llegada de moradores inesperados reactivó estas zonas y modificó su vocación para sorpresa de todos.
Migrantes en el centro
La ubicación estratégica, las facilidades para el comercio, las amplias redes de transporte público que lo comunican con toda la ciudad y la cantidad de
predios vacíos que existían disponibles, hicieron del centro de Medellín el espacio más indicado para el asentamiento de los migrantes venezolanos que comenzaron a llegar a Colombia desde el inicio de la crisis política en el país vecino.
Sin sospechar la historia que acechaba el pasado de estos lugares, los migrantes instalaron sus familias y vidas en sectores como la calle 55, Barbacoas, o
la carrera 44, Niquitao; donde llegaron a llenar vacíos de años atrás.
“Estos hoteles se mantenían solos, o bueno, se ocupaban solo por ratos a algunos cuantos que iban para algo específico. Desde hace más o menos cuatro años todo cambió mucho, los venezolanos llegaron con sus familias a ocupar todas esas piezas y a poner sus negocios, más que todo de comida. Ahora el ambiente es mucho más familiar,” cuenta Javier Dario Macías, comerciante del barrio Estación Villa.
Cambio de dinámicas
Con la llegada de cerca de 78.000 venezolanos a Medellín para 2021, según cifras de la Alcaldía, la demanda de hoteles y residencias en el centro se
elevó como no lo había hecho en bastante tiempo.
“Antes había casi que regalar la dormida, llegué a cobrar hasta 7 u 8 mil pesos la noche. Ahora, con más gente queriendo quedarse por aquí, puede uno subirle un poquito más. Le aseguro que ningún arrendador de esta zona se ha vuelto a preocupar por no tener clientes”, explica Jesús Valencia, administrador y uno de los dueños de un hotel ubicado cerca al cruce de la calle 54, con la carrera Bolívar.
Y aunque sin duda quienes trabajan en el sector de la hotelería y la vivienda son quienes más cambios positivos perciben con la migración masiva que ha recibido la ciudad, no son los únicos que ven la cara amable de la situación.
“Para mí no es tan bueno porque ahora tengo mucha más competencia. Pero sí se siente uno más seguro, yo siempre cierro temprano porque todo se pone muy solo pero ahora con más personas viviendo por aquí todo es más tranquilo, ve uno gente relajada paseando el perro a las 8 de la noche y entonces ya no me da tanto miedo quedarme trabajando un poquito más,” cuenta Nora Palacios, trabajadora de un puesto de comida en el sector de Barbacoas.
Entre la diversidad de las calles del centro, esas que siempre han acogido lo diferente, las familias venezolanas parecen haber encontrado un espacio lo suficientemente maleable para lograr sentirlo como propio.
“Muchos se han vuelto mis clientes, uno ve cosas que antes no, niños por ahí con los papás jugando, ambiente de barrio residencial que yo no me hubiera imaginado en este sector,“ concluye Rosa Alba Ramírez, dueña de una tienda de ropa ubicada en la calle Perú.
Pese al estigma que carga para muchos la migración, quienes frecuentan el centro se sorprenden cada vez menos de escuchar acentos caraqueños, maracuchos o ver nuevos puestos de comida tradicional venezolana mientras caminan por la Oriental o Bolívar, en un encuentro cultural que, contrario a detenerse, continuará evolucionando de la misma forma orgánica en que lo ha hecho.
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