Cuando yo era imberbe e indocumentado la ingenuidad me llevó a pensar que, en el futuro, o sea en el año 2000, porque para toda nuestra generación pensó que el futuro era en el año 2000, todo sería muy distinto, todo sería mejor. Que ríos de leche y miel correrían libres por este paraíso que nos vendieron, que nadie se llevaría mal, que habría menos delincuencia, o no habría. En fin, que todo sería perfecto. ¿Por qué? Porque seríamos más educados, más civilizados, la brecha social sería cosa del pasado y todo sería mejor. Mejor dicho, como dijo Gaviría cuando tomó posesión de su cargo el 7 de agosto de 1990 “Bienvenidos al futuro”.
Qué risa. Nada de aquello fue así. Precisamente en esos 90 comenzamos un declive en los valores, en el respeto por las instituciones, por el establecimiento, que nos hundió como quien es tragado por un rio arremolinado. Claro, huelga decir que muchas veces ni las autoridades ni el establecimiento ayudan, pero todo es fruto del mismo mal, ese que no nos deja salir del atraso, del atolladero, de este subdesarrollo tan atroz. La total falta de buena educación.
En las recientes marchas que derivaron en hordas de bárbaros que arrasaban con todo a su paso, sin distinguir objetivos ni medir consecuencias, se evidenció como nunca ese tiempo desperdiciado, esa generación echada a perder. En esos muchachos bestializados y envenenados de odio, con la sangre en el ojo y el cuchillo entre los dientes, se materializó la condena que llevamos en esta zona del mundo: la pobreza en todas sus patéticas versiones. Pobreza mental, intelectual, física y espiritual. Esos pelaos son el reflejo que lo que hemos hecho con ellos como sociedad. Chicos pálidos para la máquina.
Es que el cuadro no podía ser más patético, atacando a pedradas la infraestructura de transporte, esa misma que los va a llevar a la casa a ellos y a sus padres, a sus abuelos, a sus familias. Destruyendo los paraderos que los guarecen de la lluvia, enfrentados a un semáforo arrojándole toda clase de guijarros, saqueando tiendas y almacenes donde trabaja gente igual o más pobre que ellos, robando televisores, computadores y hasta motos que nunca van a poder usar, ofreciendo el mensaje de “no necesitamos mejor calidad de vida, necesitamos un televisor”. Todos esos daños, todos, se reconstruirán nuevamente con plata que quien sabe si ellos, pero sí sus padres, hermanos y familiares tributarán en impuestos. ¿Entonces? ¿A qué juegan si yo, tu, él, nosotros y ellos vamos a pagar por todo otra vez?.
Quién estará detrás de esta gente, que, finalmente, es el último eslabón de una cadena de desaciertos que comienza desde la base de toda sociedad, el hogar.
Esa es la foto de parte de esta generación, de ese material que se va a perder. Vivir 18 o 20 años para verse así, tumbando una estatua de un prócer como Antonio Nariño, que, entre otras cosas, fue un luchador por la igualdad en los derechos del hombre y uno de los personajes más importantes en la libertad de Colombia. Tal es la ignorancia de estos pobres sujetos, que le roban a su vecino, a su compañero de colegio a quien quiere salir adelante, para que, juntos, se ahoguen en las nauseabundas aguas de la miseria. Ese no era el hombre nuevo, el ser del siglo XXI que yo me esperaba encontrar.
Quién estará detrás de esta gente, que, finalmente, es el último eslabón de una cadena de desaciertos que comienza desde la base de toda sociedad, el hogar. Gente sin padres, sin asistencia familiar, creciendo como el orégano en el monte, criados por lo que ven y oyen sin filtros, presa del que les quiera llenar la cabeza con cuánta barbaridad se le ocurra.
Y los que van al colegio, quedan a merced de lo que allá les quieran decir, de los militantes infiltrados en las aulas generando odios, cizaña, ponzoña, resentimiento, reemplazando conocimiento por doctrina, religiosa, política, económica, la que sea. Formando extremistas, soldados de primera línea que van a arriesgar su vida y su integridad convencidos de que lideran una causa, de que son adalides de una nueva refundación de la patria tras una vitrina astillada, una parva robada, un negocio acabado, un hospital apedreado, un bus en llamas.
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Juran que no son títeres del establecimiento, pero sus cuerdas las maneja una fuerza oscura, un nuevo orden que se alimenta de estas pobres almas, destrozadas también por la torpeza del propio Estado con sus actitudes infames, con su riqueza cochina para unos pocos, con sus componendas, con su congreso nauseabundo, con el pisoteo a los más elementales derechos, la salud, la alimentación y, claro, la educación, siempre la educación. A los estados atrabiliarios de cualquier sesgo político le conviene tener gente sin formación para manejarla a su amaño, pero ese es un bumerán que se devuelve, y se devuelve mal. Esta generación pobre y perdida puede pasar factura muy cara. Una cuenta que todos debemos pagar porque, ahí todos debemos algo.
Es la mejor descripción del momento actual, dice lo que muchos sentimos y vemos. Que pesar de los padres que no supieron educar a sus hijos y que todos sufriremos las consecuencias.
Excelente el escrito: qué realidad tan grande. Ojalá no fuera así… Pero Dios tenga misericordia de nuestro país, y de estos revoltosos!!!
A nosotro, los mas grandes, se nos olvidó educar los descendientes. Ya ahí los tenemos, sin rumbo cierto.