Por: Juan Moreno
La distancia líneal entre Maracaibo, en Venezuela, y Medellín, es de solo 652 kilómetros. Si fuéramos a hacer ese viaje por tierra tendríamos que rodar durante 17 horas y media para cubrir poco más de mil kilómetros de carreteras. Ese viaje lo hicieron miles de colombianos en los años 60 y 70, buscando un prometedor futuro cuando el petróleo era el oro negro y ese país nadaba en la riqueza. Hoy, son miles de venezolanos los que han hecho la ruta contraria huyendo de su nación para buscar un porvenir más estable en Colombia. Quién lo iba a creer.
Entre esos miles de habitantes de la capital del estado Zulia que han llegado a nuestra ciudad está Mariana Olivero, una rubia de 25 años licenciada en educación integral. Pero Mariana no llegó cómodamente en avión o pasando en auto la frontera, no. Mariana llegó como llegaba la gente a Medellín hace 100 o 200 años. O 500, cuando por aquí aparecieron los primeros blancos como ella. Mariana avistó el Valle de Aburrá a lomo de mula.
Todo comenzó hace un año, cuando nos asomábamos en todo el mundo a esa rara era que hemos dado en bautizar “la pospandemia”. Mariana daba clases a chicos de primaria en su ciudad natal. Pero La situación en Venezuela estaba mala y se dañó, como decimos coloquialmente. Decidió entonces dejar casa, trabajo y familia y pasar a nuestro país por las porosas trochas que delimitan dónde termina Venezuela y dóonde comienza Colombia, o viceversa. Inicialmente, llegó a Maicao, esa especie de embajada libanesa en Colombia y emporio comercial en los años 80, cuando la prosperidad de los vecinos era la envidia del continente.
Ya lo habrán visto en las fotos que acompañan esta nota, pero es necesario decir que a Mariana la acompaña una condición. Tiene una malformación facial congénita que le afecta la mitad derecha de su cara. La mitad izquierda está presidida por un vivaz ojo verde y una piel tersa y blanca, como nórdica. Esta condición se dio porque su madre había tenido una serie de abortos espontáneos y para evitar perder a Mariana ingirió un tratamiento con medicamentos que afectaron el desarrollo de la bebé en formación. Su rostro llevó la peor parte.
Pero volvamos a la calurosa Maicao, allá en la Guajira. Esos primeros días fueron duros como las calurosas calles de la ciudad. Mariana pasaba días sin comer, dormía a la intemperie y decidió entonces emprender el viaje hacia una ciudad más grande. Alguien le habló de Medellín, en el centro de los Andes colombianos. Le contó de la calidez de su gente y la benevolencia del clima y de mayores oportunidades para mejorar su calidad de vida. Es aquí donde comienza el viaje en mula, como si se hubiera devuelto cientos de años. Quince días con sus noches tardó Mariana en recorrer los 902 kilómetros que separan a Maicao de Medellín. Pero ella no se arrepiente ni un instante de esta travesía.
Me la encontré en pleno pasaje Junín, sentada en el piso, aferraba un micrófono de dudosa calidad conectado a un parlante Sonivox de similares características. Entonaba, una tras otra, canciones cristianas que la acompañan como forma de trabajo. Allí me contó que Medellín es uno de los mejores sitios para ganarse la vida y que en efecto, la nobleza de sus habitantes es una marca de ciudad. Dice que la gente la apoya y le ha tendido la mano. Inicialmente llegó a la calle y con miedo, a dormir con el cielo como techo. Con los primeros 20.000 pesos que le regalaron compró una bolsa de dulces y así logró ir reuniendo un capital para adquirir el Sonivox que amplifica sus canciones.
El canto la fascina y la hace sentir tranquila. “El que canta su mal espanta”, dice el adagio español y Mariana lo personifica, así tal cual. “Canto para Dios”, asegura con esa fe envidiable que tiene, “y bueno, para que la gente me apoye”. Cuenta que le han practicado más de 40 cirugías y que le faltan más, que hay esperanza firme de recomponer todavía mejor sus facciones. En Venezuela no pudo seguir con su tratamiento pero su gran proyecto es seguir pasando por el quirófano en las manos prodigiosas de los cirujanos plásticos.
Mariana recorre el centro, no tiene un lugar específico, canta en las mañanas en semana, en las tardes de los sábados y el domingo lo dedica a su iglesia y al descanso. Se le ve tranquila y sosegada. Optimista, dice que no se puede quejar, que vive sola en una casa arrendada en La Sierra, que nunca le ha pasado nada malo, aunque me cuenta que hay algunos colegas que le tienen envidia debido a que, por su condición “le va muy bien”. Pero ella ya se hizo amiga de los de Espacio Público, me cuenta con una sonrisa.
De todas maneras, quiere volver a Venezuela, con las cirugías pendientes, a reunirse con su familia y a seguirle cantando a Dios. También, quiere ver de nuevo a sus alumnos y a vivir y trabajar…Como cuando los colombianos eran los que cruzaban la frontera como ella.