Amigos de las costas colombianas, de los litorales, islas, e islotes de nuestro Pacífico y Caribe, lamento informarles que han perdido rotundamente y en franca lid, el rótulo como pueblo más bullanguero de nuestra patria.
Dicho dudoso remoquete ya ha caído en feudos paisas, en tierras antioqueñas, en nuestras montañas, y especialmente, en nuestra capital. Con total convicción me permito informar al respetable público que la gente más ruidosa de Colombia está en Medellín. Ser bulloso en esta ciudad parece que se inocula en la arepa, la mazamorra o la panelita. Hacernos sentir, que nos miren, que nos oigan, que se note que ocupamos un espacio, es parte ya de nuestra idiosincrasia. Desde hablar duro hasta poner la música para todo el barrio, nadie nos gana en contaminar auditivamente el entorno. Para probarlo, procederé a citar algunos sonoros ejemplos:
La música. Aquí no se pueden escuchar notas musicales, melodías, ritmos, aires, a volumen moderado, no. Aquí hay que sacar, hijuemadre, el “equipo” de sonido a la puerta, repartir los “bafles” por toda la casa, pagar a cinco años un aparato reproductor de audio que vaya del piso al techo, tenga luces destellantes por los cuatro costados y “truene” para todo el barrio, la vereda o la comuna.
Aquí obligamos a la gente a padecer nuestro dudoso gusto musical y no contentos con eso, a escucharnos “cantar” de la manera más infame y destemplada, a gritar letras de despecho, de plancha, rimas vallenatas, el sonsonete del reguetón o la música “americana”, en un inglés magullado y en versiones libres y espontáneas hasta la madrugada o por días enteros, porque hay gente que no conoce los límites de la decencia…O no conoce ni la decencia siquiera.
¿Por qué, para atraer gente a las promociones, hay que convertir los locales en discotecas? Hay sitios donde uno va a comprar ropa en los que mejor provoca pedir un trago o sacar a bailar a las dependientes, no se concentra uno en escoger la talla, el color o el estilo por andar oyendo el martilleo de “Ooooooooliiimpicaaaaaa”.
Hablar y reírse duro. ¿De dónde sale esa aborrecible costumbre de andar gritando a toda hora, de hablar como si nos hubiéramos tragado un radio, de conversar a todo volumen? Si uno está en un lugar público tiene que aguantarse las conversaciones ajenas, bien sea en un bus, en un ascensor, en el restaurante y hasta en el cine, donde hay que permanecer en silencio, pero es un sitio al que la gente paga por ir a hablar a los bramidos, hágame pues el favor. O los que no hablan, sino que gritan por el celular. ¿Será porque llaman de larga distancia y creen que por eso tienen que aullar de esa manera? Exijo una explicación.
En los apartamentos modernos, hechos con láminas de cartón del grosor de una radiografía, es peor la situación. “Ah, porque es que el paisa habla duro, papá”, le dicen a uno. No, pues qué emoción.
Ahora, esa gente que tiene que andar llamando la atención con su risa destemplada, ¿fue que no la cargaron de chiquita? Qué incordio pues el que tengamos que enterarnos de todo lo que le hace gracia al personaje a través de sus chillonas carcajadas, que solo causan fastidio porque hay que celebrarle la gracia de reírse así. Muy triste.
El perifoneo el horror de la pandemia y el encierro han sido la banda sonora callejera de frutas, verduras, bebidas, bebedizos, tapabocas, compra de chatarra, arreglo de toda clase de cosas y, claro, las serenatas no pedidas, rompiendo la paz natural del silencio con su gangoso “emprendimiento”.
Ahora, caminar por el centro es todo un reto para el oído (y el odio). Música por aquí, un locutor ofreciendo mercancía por allá, una vitrina con reguetón por un lado, otra con los éxitos de diciembre por el otro y los “voceros” oficiales invitando, a todo pulmón, a ingresar a sus locales, amenizado todo esto por el de la carreta de frutas y verduras con su megáfono. ¿Cómo no va a andar uno estresado así? Es como esa zona rosa de San Antonio de Pereira, donde se oye de todo y no se escucha nada porque cada local, uno al lado del otro, pone su propia música a cuál más duro y al final lo sacan a uno corriendo.
Las motos y los carros. Oiga, hay gente que, de verdad, tiene un complejo sicológico muy grande, necesita hacerse notar, que la vean. Y nada mejor que una moto ruidosa o un carro que suene más allá de lo tolerable. Por ahí dicen que, mientras más ruidosa la moto, más chiquito “aquello”. Hasta verdad será.
La pólvora. Por último, y no menos importante, está el bendito tema de la pólvora. ¿Cuál es la gracia gente de andar arrojando artefactos explosivos a diestra y siniestra y en toda ocasión? ¿Cuál es pues ese divertimento que produce meter un taco en una alcantarilla y despertar a todo el barrio a las tres de la mañana? Los chinos inventaron la pólvora, pero aquí le pusieron el volumen.
De verdad, en ninguna región del mundo se queman tantos fuegos artificiales detonantes como aquí. Es un gozo, un placer para la gente oír ese ruido infernal, asustar al otro, amedrentarlo y, claro, quemarse y quemar la plata a cuatro manos. Porque para eso sí hay.
Hoy, desde esta humilde tribuna, lanzo este grito desesperado: ¿por qué somos tan bullosos, con lo bonito que es el silencio?