En una ciudad, para ese entonces, sin museos ni galerías, parte de su formación artística se la debe a cafés como La Bastilla, donde se respiraba un ambiente intelectual, con la reunión de artistas, escritores, periodistas.
Por: Andrés Puerta
Uno de los principales maestros que tuvo Fernando Botero fue una motocicleta. La compró junto con un amigo suyo, estudiante de cine nacido en Popayán, era una Vespa en la que hicieron un recorrido desde París hasta Roma. Estaba equipada con una carpa para dormir y ollas para cocinar. Cuando llegaron a la Ciudad Eterna, Botero pudo conocer los frescos de Miguel Ángel. Después, se quedó con la moto y continuó su viaje hacia el norte de Italia. Allí vio las obras de Piero della Francesca, de Giotto. En esa época viajaba por horas, mal dormía en parques, pero estaba feliz fortaleciendo su formación y ratificando una vocación que lo había llamado desde muy niño, para él esos viajes de estudio fueron más enriquecedores que las enseñanzas en cualquier escuela.
Un mediodía de su infancia, el papá de Fernando llegó con un regalo, era un perrito envuelto en un periódico, el señor comenzó a sentirse mal, fue hasta el patio y murió de un infarto, Botero tenía 4 años. Su mamá era costurera y de ella heredó la sensibilidad, aunque en su familia no había una tradición artística. Un tío suyo lo inscribió en una escuela de toreros, pero se dio cuenta de que era mucho más feliz pintando a los toros que enfrentándolos, también dibujaba paisajes y naturalezas muertas. A los 19 años ya sabía que quería ser pintor.
En esa vocación existe una relación estrecha con el centro de Medellín: el primer cuadro que vendió fue en la tienda del sastre Rafael Pérez, ubicada en la calle Junín; terminó el bachillerato en el Liceo de la Universidad de Antioquia, en el edificio San Ignacio. En una ciudad sin museos ni galerías, parte de su formación artística se la debe a cafés como La Bastilla, donde se respiraba un ambiente intelectual, con la reunión de artistas, escritores, periodistas. El primer cuadro que donó, al entonces Museo de Zea, fue Exvoto, en el que se observa al artista de rodillas ante la Virgen rogándole para ganar la Segunda Bienal de Coltejer, en 1970. Otra donación suya, la Gorda, llegó en una travesía desde Pietra Santa, el 15 de septiembre de 1985, y se convirtió en un referente del Parque de Berrío. El Pájaro del Parque de San Antonio recibió un atentado el 10 de junio de 1995, años más tarde Botero envío un nuevo Pájaro para ubicarlo al lado del que resultó dañado por la explosión.
Botero expuso sus primeras obras en Medellín cuando le encargaron ilustraciones para el periódico El Colombiano, con el dinero que ganó se ayudó a pagar algunos de sus estudios. Su primera exhibición individual fue en la galería de Leo Matiz, que en realidad era la casa del fotógrafo en Bogotá. Con las ganancias que obtuvo se fue a Tolú, allá vivió con un maestro de escuela y un pescador que salía para el mar todos los días a las cuatro de la mañana. Dormían en una choza de paja, con piso de tierra y hamacas. Estuvo nueve meses únicamente con tres mudas de ropa y sus pinturas. Pintaba debajo de un árbol, en un patio de tierra pisada. Por esos días presenció una escena que lo marcó. Se estaba bañando en el mar y dos policías llevaban a un hombre colgado de un palo, amarrado de pies y manos, como si fuera una fiera recién cazada. Esa visión fue la inspiración de su obra Frente al mar, con la que participó en el Salón Nacional de Artistas y obtuvo el segundo puesto. Con el dinero que ganó, compró un pasaje en barco para irse a Europa.
Viajó en una embarcación italiana que llegaba a Buenaventura, pasaba el canal de Panamá, Curazao, las islas Canarias y paraba en Barcelona. En el recorrido conoció a muchos estudiantes colombianos y probó el vino, que era gratis y lo servían en botellones. Aunque era el único pintor, todo el recorrido se la pasó tertuliando con sus coterráneos, estaban entusiasmados por la ilusión de llegar a Europa.
A Madrid llegó con la intención de estudiar las obras de Picasso, pero se fascinó con las pinturas de Goya y Velásquez. Incluso vendía, en las afueras del Museo del Prado, copias que pintaba. Es posible que los compradores no se hayan enterado de que el autor de esas reproducciones también subastaría cuadros por millones de dólares, años después. Sus obras decoran las paredes de artistas como Jack Nicholson o Silvester Stallone.
Luego vino la época italiana de la Vespa y, más adelante, un periplo por Estados Unidos. Su primera exposición norteamericana fue en el Milwakee Art Center, donde fueron tantas críticas positivas que se le abrieron muchas puertas alrededor del mundo.
Para incursionar en el mundo de la escultura, dejó de pintar por un tiempo, consiguió barro y todas las herramientas necesarias. Le pidió consejos a Pedro Moreno, un amigo suyo, quien comenzó a explicarle y en dos horas, según cuenta, ya tenía clara la técnica. Una cabeza fue la primera escultura que hizo en bronce.
Por esa época, en los setenta, tuvo un accidente de tránsito en el que murió su hijo Pedrito Botero, este hecho afectó profundamente su obra, en la que se refugió para intentar conjurar el dolor.
En el universo sensible del arte, las cifras pueden resultar ajenas, paradójicas. No obstante, también pueden demostrar la recepción de la crítica y la cercanía con el público que ha logrado un artista. En el año 2003 la revista ArtReview, una de las más prestigiosas de Europa, publicó la lista de los diez artistas vivos más cotizados del mundo. La cantidad de obras subastadas y el precio pagado por ellas fueron algunos de los parámetros utilizados para la clasificación. De América Latina únicamente se incluyó al maestro Fernando Botero, quien ocupó el quinto lugar.
Botero ha exhibido sus obras en lugares como: París, Montecarlo, Nueva York, Madrid Chicago, Washington, Jerusalén o Sao Paulo, incluso sus esculturas estuvieron en la Piazza della Signoria, de Florencia. Era la primera vez que exhibían las obras de un artista invitado, al lado de las esculturas de Cellini, Giambologna y Miguel Ángel.
Uno de los motivos que explica su reconocimiento es haber desarrollado un estilo propio, que le permite ser identificable inmediatamente, en esa marca distintiva están contenidas sus convicciones artísticas, la síntesis de sus reflexiones y certezas logradas con el paso del tiempo. De hecho, según él mismo cree, “el estilo es lo único que no se puede enseñar y nace de las necesidades espirituales que se tengan”. Lo primero realmente boteriano que pintó fue una mandolina, le atrajeron la amplitud y la generosidad del trazo exterior, le gustó la combinación de figuras grandes con objetos pequeños al lado. Llegar a esas búsquedas le tomó 15 años.
Según la fábula de la civilización occidental, alcanzar ese nivel de reconocimiento requiere un talento extraordinario y una disciplina a prueba de todo. Su hijo Juan Carlos Botero lo define como la persona más trabajadora que conoce. Crea todos los días y todos los años, en Navidad y en su cumpleaños, nunca está de vacaciones. Para el maestro no hay felicidad más intensa que pasar el tiempo con un pincel en la mano.
A Fernando Botero le parece increíble tener fama universal sabiendo que toda su vida se ha dedicado a pintar antioqueños, la mayoría de los motivos de su obra tienen que ver con Colombia. De hecho, quiere ser recordado como el autor de las esculturas de la Plaza Botero y que su alma se vaya para “una tienda donde vendan aguardiente”.