La diversidad que ofrece el centro de Medellín lo ha convertido en el lugar favorito por grupos que históricamente han sufrido discriminación.
Por Vanesa Restrepo
En menos de cinco kilómetros cuadrados, el centro de Medellín es escenario —a veces simultáneo— de expresiones culturales y fenómenos sociales tan diversos como las fiestas afro, las marchas del orgullo gay o las ceremonias indígenas.
Y no es gratuito. El profesor Luis Fernando González, que ha dedicado buena parte de su vida a estudiar la historia de Medellín y su arquitectura, sostiene que el centro es un lugar de anonimato, una condición apetecida cuando los estigmas abundan.
Luis Carlos Mena, un chocoano que habitó Medellín por más de 10 años, asegura que sus sitios favoritos de la ciudad siempre fueron el parque de San Antonio, los bares vecinos a la Placita de Flórez y una zona de Moravia a la que llaman Chocó Chiquito. “Esos lugares eran atractivos para nosotros porque encontrábamos pares, es decir, gente con los mismos intereses, gustos y cultura, y eso es muy importante cuando uno ha sufrido el desplazamiento, el desarraigo y la discriminación”, asegura.
En los alrededores del parque de San Antonio, por ejemplo, hay decenas de peluquerías y barberías que se especializan en el manejo del pelo afro, y en donde se cuentan historias que casi siempre tienen como escenario el Urabá antioqueño o algún poblado alejado de Chocó.
Yerry, quien no da su apellido, trabaja hace un par de meses en el sector y dice que la fiesta es el común denominador de esta zona. Pero también la comida: no falta la señora que vende dulces de coco y viche (bebida alcohólica) y los restaurantes especializados en comida del pacífico. “Con cosas así, ¿quién no se siente como en la casa?”, agrega el muchacho nacido en Itsmina, Chocó.
Pero la llegada de los hombres y mujeres de piel negra a estas tierras, —como a muchas otras,— empezó con la esclavitud. En los primeros conteos oficiales de habitantes en Colombia, se contaban aparte los esclavos: en 1912 había 477 hombres y 466 mujeres esclavizados pero casados. Otros 1.753 esclavos eran solteros y 2.672 mujeres se consideraban esclavas solteras.
En todo el país la cantidad de personas esclavizadas (103.892) era casi igual a la población de Antioquia (104.253).
En honor a ellos, Yerry espera cada año el San Pachito, la versión paisa de uno de los festivales más importantes de su tierra donde se rinde homenaje a las tradiciones del Pacífico y visibiliza el patrimonio cultural inmaterial de las comunidades negras en la ciudad. “Nuestros bailes son la forma de decir que estamos vivos y libres”, declara mientras mueve el cuerpo al ritmo de la música.
Barrios de todos los colores
Los límites imaginarios entre la avenida Oriental, el parque de Bolívar y Junín marcan el espacio en el que Medellín se viste de varios colores, los de la bandera LGBTIQ+. En ese sector está Barbacoas, tal vez el sitio más emblemático para la comunidad gay de Medellín.
Cuenta la historia que a mediados del Siglo XX a esta calle se le conocía como la del Calzoncillo. La mayoría dice que es por la forma triangular que crea al unirse con la Avenida Oriental y Sucre, pero algunos como Miguel Gómez, asiduo visitante, creen que el apodo viene precisamente de ellos, de los hombres que buscaban la oscuridad y el anonimato para vivir su sexualidad sin ser juzgados o agredidos.
Unos metros más abajo está Perú, el hogar de mujeres trans que ejercen la prostitución. Ambos sitios tienen un pasado común: hace casi un siglo fueron hogar de familias tradicionales, pero con la expansión urbana y el deterioro del centro en los años 80, se fueron quedando solas.
Ya en los 90 empezaron a surgir los bares. El primero y más famoso fue El Machete, de propiedad de los hermanos Orlando y Óscar Gómez, así como el Club Barbacoas y El Paisa. Los tres surgieron como bares tradicionales, pero poco a poco se fueron llenando de parejas homosexuales.
Y en la última década los bares se hicieron más públicos: unos ya tienen sus fachadas pintadas con la bandera del orgullo gay, mientras otros se han transformado en espacios culturales. El más emblemático hoy es The Gallery At Divas, donde un pequeño bar se volvió casi en un museo, con exposiciones temporales.
Victoria Strauss, activista trans y estudiante de la Universidad de Antioquia, señala que el anonimato del centro hace que los miedos de representarse y reconocerse se disuelvan entre el mar de gente. “Aún es transgresor salir trepada (vestida con ropa y pelucas femeninas), pero en este tipo de espacios una se siente más segura”, dice.
Ella trabaja en la Casa de la Diversidad, un espacio que la Alcaldía de Medellín creó para brindar asistencia psicosocial y acompañamiento a la población sexualmente diversa de la ciudad. Allí también les brindan acceso a internet, espacios para socializar y se reúnen con colectivos de distinta índole para crear estrategias conjuntas. La casa ahora está bajo la tutela de la recién creada Gerencia de Diversidades Sexuales.
Uno de sus sueños, confiesa, es poder ayudar a muchas de las mujeres trans que ejercen la prostitución en la calle Perú. “Ellas han sufrido muchas violencias. Acá al lado, cerca de la Catedral Metropolitana, pasaban camionetas con hombres que de la nada disparaban sin importar quien cayera. Yo fui afortunada porque tuve una familia que no me marginó cuando decidí mostrarme como soy, que no me abandonó y que me permitió seguir estudiando”, agrega.
Victoria Strauss es una de las activistas trans que hoy trabaja con el gobierno local para buscar un mejor futuro para su comunidad.
Lugares sagrados
Pero no todos los grupos pueden contar esa misma historia de apropiación de espacios. En Medellín, a pesar de que hay presencia de 34 de los 107 pueblos indígenas del país, no existe un lugar de socialización o intercambio cultural para ellos.
Ludys Perea, líder indígena, sostiene que en parte eso se debe a las condiciones en las que casi todos llegan a Medellín. “Nosotros llegamos aquí porque perdimos tierras y familias. Lla dinámica de tener que pagar arriendo es muy extraña para nosotros. Las artesanías, que es lo que sabemos hacer para vivir, casi nunca nos dan para pagar esos gastos y educar a nuestros hijos”, dice.
En la ciudad, según el censo de 2018, había 4.000 indígenas, de los cuales casi el 60 % reside en cuatro comunas: 10 (La Candelaria), 11, 3 y 4. Muchos de ellos llegaron a la ciudad en condición de desplazamiento y hoy ocupan los inquilinatos de Niquitao. Solo en ese sector, en 2017, la Alcaldía de Medellín documentó la presencia de 224 indígenas, de los cuales 128 eran niños.
Lo más cercano a un sitio de reuniones es la casa que el cabildo Chibcariwak adoptó en el barrio Prado y que funciona como maloca. Allí, cada cierto tiempo, Ludys va para conectarse con sus ancestros, aclarar sus pensamientos y revivir sus tradiciones.
Aún así, ella siente que parte de su cultura se está perdiendo por la falta de enlaces con la tradición oral e inmaterial, que es la base de la mayoría de las tribus. Por eso se unió con varios compañeros para emprender una lucha que hasta ahora no ha dado frutos: pedir que se respeten algunos lugares que para ellos son sagrados.
“En el Cerro El Volador y el Cerro Nutibara hay sitios sagrados de los Nutabe donde muchos de nosotros quisiéramos poder ir tranquilos para conectarnos con nuestros ancestros. Ese es un sueño que algún día será realidad”, concluye.
Culturas y contraculturas
En los 70 y 80 Medellín fue escenario de enfrentamientos entre distintas tribus urbanas como los punkeros, skinheads, raperos y demás. Hoy siguen existiendo, pero ya no existe esa confrontación que había antes. El historiador Luis Fernando González lo adjudica a la ola de violencia que padeció la ciudad entre los 80 y 90, y que afectó a todos los ciudadanos por igual.