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Lo inevitable

Nov 7, 2019 | Columnas, Opinión

Por: Juan Moreno

Hace poco leía un ingenioso apunte en el que alguien añoraba para sí los castigos que le infringían en su infancia: acostarse temprano, comerse toda la comida, ponerse el pijama y no salir de la casa. O sea, como uno quisiera pasar ahora a esta edad casi todo el resto de su existencia.

Y sí, cada vez, al aproximarse la mediana edad, o sea los 50 años, uno ya no quiere saber nada del mundo exterior, lo agarran unos deseos incontrolables de volver al origen, o sea, al útero materno en forma de un cálido hogar en el que todo está a la mano, una burbuja blindada contra la hostilidad de las calles.

Claro pues que hay amigos de uno que rompen la estadística. Esos que no tienen vergüenza cuando cae lo que los norteamericanos sabiamente llaman la “middle life crisis” y que aquí castellanizamos como la “sejuela”. Apenas se ven en esa etapa en la que comienza el descenso a tierra, arrancan con su ataque de patetismo vergonzante. Antes, cuando uno era un grácil veinteañero, los cincuentones se llevaban para sí algunos de los mejores ejemplares femeninos de nuestras edades, pero hoy en día, donde en todas partes hay una cámara, donde en cualquier lugar hay un celular presto a capturar lo que antes era un crimen perfecto y donde las redes sociales y hasta el Whatsapp se encargan de desenmascarar a cualquier casado buscando glorias pretéritas, es una tarea imposible. Hoy en día hasta por un reloj digital lo rastrean a uno.

Entonces, al recién llegado a la época otoñal no le está quedando de otra que acudir a la  bicicleta para reverdecer laureles y sentir que le puede alargar minutos a su ya extensa vida. Los ve uno en grupos, cometiendo el atropello a la razón de madrugar un sábado, domingo o fiesta de guardar dizque a subir Las Palmas, Minas o Matasanos. Y son como niños, bueno, los hombres nunca dejamos de ser niños, comprándole cosas “a la burrita”. Que el grupo, que la pacha, que el descarrilador, que los chocles, el vestido no sé cómo…En fin, estamos a nada de ganarnos el Tour de Francia Senior Master con estos prospectos de Nairo Quintana canosos. Por ahí a un amigo ya le dicen “BarRigo”. Lo que están es buscándose un infarto por sobre exponer el corazón a semejantes esfuerzos.

Hay otros que se ponen a correr maratones, mientras uno escasamente hace una…En Netflix. Estos neo atletas van por el mundo buscando dónde se corren 5k, 10k, 20k y así. Tampoco tienen que irse tan lejos muchachos, en Medellìn todos los domingos hay una: contra el cáncer de seno, contra la caída del pelo, por los perritos y gaticos, por los niños, por la calidad del aire y hasta por los que no pueden correr. Un negocio redondo para algunos es poner a sudar cuarentones.

Otro sabio dicho popular reza que la diferencia entre un hombre y un niño es el tamaño de sus juguetes, entonces los más pudientes se montan en un convertible o en una moto gigantesca como si estuvieran en los 30, sin barriga y con el pelo negro.

Sí, tal vez hablo desde la envidia por no poder hacer todo eso o no tener los recursos para hacerlo. O tal vez no. No quiero madrugar a montar en bicicleta, no quiero correr hacia ninguna parte en una maratón y no quiero tener una moto gigante. Yo soy un intelectual y me quiero quedar en casa viendo la televisión, oyendo noticias en un radio AM, rastreando datos inútiles en internet y comiendo lo que me gusta sin ningún remordimiento. Soy el anti hombre moderno y lo más lejano a un sexy cincuentón como el impresentable de Gianluca Vacchi, que con esos tatuajes parece un jarrón chino que baila.

Es que uno se conoce y sabe cuáles son sus límites. Vean, hace poco acepté una invitación para ir a un concierto aquí en el centro de una banda que hace covers de The Police, una agrupación que en los lejanos 80 fueron mis ídolos. Les digo honradamente que no tuve vida pensando en la trasnochada, en la hora de salida, en si la silla iba a ser cómoda, en si la música iba a dejar conversar, si iba a encontrar parqueadero y si no me iban a atracar a la salida.

Para los estándares de hoy fue un evento absolutamente sano. Antes de las 12 ya estaba recibiendo el sereno en Bomboná (poco me faltó para que fuera en bombona) y llegué a mi casa con el estrés de tener que “madrugar” a las siete de la mañana. Casi no me duermo de la ansiedad.

Esa mañana me levanté como si me hubiera bebido la fábrica de licores de Antioquia. A esta edad un trasnocho más allá de las 10 de la noche equivale a un guayabo de tapetusa. Bien dice por ahí un grafiti (antes de los trinos había grafitis): “No crezcan, es una trampa”.

Por no parecer patético haciendo ejercicio o volviéndome vegetariano, seguramente viviré muchos años con esta pésima salud de hierro. Y añorando cuando podía cruzar la frontera de la noche al día, ir a presentar un examen final en la universidad y terminar jugando futbol en la tarde. O a lo mejor, eso es lo que me pasa factura hoy. Creo que mis amigos de la bici y las maratones no disfrutaron la vida lo suficiente.

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