Por Juan Moreno
Creo que desde finales del siglo pasado no me subía a un bus de servicio público. La última vez que lo hice, todavía al interior de la cabina podían leerse los pintorescos avisos de “Sentados 36, de pie 25”, “La registradora no devuelve”, “Todo niño paga” y “Si su hijo sufre y llora, es porque es de un chofer señora”.
Pensé que los asientos seguían siendo forrados en un vinilo rojo con espaldar de lata, decorado a placer por burdos navajazos con las más “románticas” leyendas, odas a nuestros equipos de fútbol o insultos varios, como los vi en mi vida de usuario de este transporte en toda mi etapa escolar. Nada de eso. Los buses hoy en día tienen hasta cámara de vigilancia, los asientos sí pueden ser más incómodos y les cabe menos gente.
Volví a montar en bus atendiendo a la amable solicitud de nuestras autoridades locales, que en vista de que Medellín se convierte en una olla a presión dos veces al año por estar tan “privilegiadamente” ubicada en este valle al que le apagan el ventilador en marzo y septiembre, sugieren usar el transporte público, que es el que más contamina, en detrimento de la comodidad de los automóviles particulares, hoy en día pasto de las llamas de cuánto colectivo ambientalista se respete, desde “biciamigos” hasta “abraza árboles”, en esta época de fundamentalismos radicales de línea dura por las más diversas causas.
Lo que hice fue “bajar” al centro (¿todavía se dice así?) para comprobar si era funcional actuar como si fuésemos una ciudad del primer mundo y el transporte público se moviera como un reloj suizo. Lo primero que hice entonces fue esperar un servicio que me llevara de Santa Mónica a la carrera El Palo, en plena hora pico de la mañana, a las 7. Lo tomé vacío, arriba, en los tanques, y escogí el puesto que más me gusta: el último, al lado de la puerta.
Saliendo de la comuna 12 el bus ya estaba casi lleno, y eso que es una zona residencial. Me asombra la capacidad de equilibrio de los pasajeros, sobre todo de los adultos mayores, acostumbrados desde hace décadas a agarrarse como Tarzán de las lianas mientras el aparato está en movimiento por las irregulares calles. Saben en qué momento sostenerse de las barandas de las sillas o de los tubos del techo, cuándo soltarse y en qué momento buscar asiento. Si eso me pasa a mí, seguro terminaría con mi inexperta y robusta humanidad rodando por el pasillo del automotor y le hubiera poco menos que alegrado el día a la concurrencia.
Avenida 33 abajo ya el bus iba al tope de su capacidad. La gente, acostumbrada a que la estrujen y a las incomodidades propias del hacinamiento, conversa despreocupada. Algunos se dejan hipnotizar por el celular, otros se aíslan vía audífonos y yo me pregunto si, en caso de un accidente, o un incendio, habría por dónde salir, o si el aparato estará bien de frenos y tendrá toda su mecánica al día, cosa que a nadie parece interesarle. Igual, la velocidad a esa hora es un lujo, pues el vehículo llega a la entrada del centro casi 45 minutos después de haberlo tomado. Entonces, si se va de afán, esta tal vez no sea la mejor opción de transporte. Aunque noto que a nadie eso le importa.
Me parece que en todo el trayecto, que duró poco más de una hora, sonó la misma canción de reguetón, a la que de vez en cuando le metían el gritico insufrible ese de “Oooooooliiiimmpiicaaaaa”, me imagino que para hacerla menos monótona. Bueno, no se sabe qué es peor. A mí me pareció leer alguna vez que la música en los buses, con el dudoso gusto del conductor, ya estaba prohibida. Pero eso tampoco le importa a nadie.
Al regreso, en la tarde, hay que esperar a que el bus se llene. Entonces tampoco el afán está invitado a este viaje. También conté con la suerte de encontrar asiento, pero en la mitad del vehículo, para comprobar que ya no hay el espacio de antes, cuando los buses medían como 10 metros de largo. Ahora voy en una anodina silla plástica con la amortiguación de una tabla de comino crespo y el espacio para las piernas de un bus…de Fisher Price.
En inmediaciones del parque San Antonio un sujeto adornado con los colores de la bandera venezolana persigue el automotor y se trepa con maestría “por la de atrás”. Comienza su discurso monótono pero con el cantarín acento de los caraqueños. Dice que es ingeniero y que, “como ya sabemos, tuve que salir de mi país, por las circunstancias que ya todos conocemos”. Aduce que quiere traer a su hija y a su mujer y por eso está vendiendo unos caramelos masticables. Es un drama diario ya, parte de nuestro paisaje contemporáneo. Igual, a nadie parece importarle
Cierra la jornada un personaje que le ruega al conductor que lo lleve por la mitad del pasaje. Está en un avanzado estado de embriaguez. Se le permite el ingreso por la puerta trasera. El chofer le espeta que si hasta el pasaje se bebió. Como puede, el ebrio se sostiene de la barra vertical en un bamboleo que lo hace ver como la figura más grotesca del pole dance. Él se ríe porque yo lo miro. Ya está acostumbrado. Al final de este regreso, pregunta por una dirección que no existe. Tomó el bus equivocado, pero ni a él ni a nadie eso le importa.