El corazón de Medellín conserva tres de los bares de tango más importantes de la ciudad: El Salón Málaga, el Centro Cultural Homero Manzi y Adiós Muchachos. En la ciudad han existido muchos otros, pero la mayoría han cerrado.
Por: Andrés Puerta
El Salón Málaga parece un buque encallado, un barco sobreviviente de un naufragio, un lugar en el que el tiempo se ha detenido y los días navegan con la cadencia de un tango. Las mesas de madera, desgastadas por la humedad de cervezas y vasos de ron que transpiran, le dan un aire de otra época. Las paredes cubiertas con fotografías amarillentas de figuras del tango y el balcón desde donde se pone la música, con múltiples objetos antiguos, como: gramolas y radiolas, relojes, máquinas de escribir y cámaras viejas, hacen pensar en otros tiempos. Afuera están el bullicio, los afanes y el esmog. Adentro la conversación, la música y la danza. Están los jubilados que no miran el reloj, los bohemios empedernidos, los turistas curiosos, los nostálgicos sin remedio, todos conviven en un ecosistema que propicia la añoranza.
Hace pocas décadas, muchos bares de tango estaban ligados a la bohemia y la prostitución, por eso las damas tenían prohibida la entrada.
Hace unos años, una jovencita entró al Málaga y pidió un trago de aguardiente, después de bebérselo, fondo blanco, comenzó a llorar desconsolada. Don Gustavo, el propietario, se le acercó para saber qué le pasaba. Ella le contó que todos los días pasaba con su papá frente al local, apenas él escuchaba la música la invitaba a que entraran, ella se la pasaba de afán y cada día tenía una excusa para no acompañarlo, el primer día que se sentó en el Málaga, su papá había cumplido cuatro meses de muerto.
El tango nació en los arrabales de Buenos Aires, la capital argentina.
El tango se extendió por Europa, por toda América y llegó para quedarse con fuerza en Medellín, en un pacto que se selló para siempre el 24 de junio de 1935, cuando murió, en el aeropuerto Olaya Herrera, su principal ícono: Carlos Gardel. La tradición tanguera es defendida y está arraigada, especialmente en el centro de la ciudad, en espacios como el Salón Málaga, el bar Adiós Muchachos o el Centro Cultural Homero Manzi.
Uno de los ritmos más escuchados en el Málaga es el tango, sin embargo, la primera canción que allí sonó fue Sueño y dicha, del dueto colombiano Briceño y Añez. Este dato preciso lo cuenta Pedro León Patiño, el primer cliente del lugar, quien lo dejó consignado en el cuaderno de comentarios que tiene el lugar.
Este ritmo tiene bastante de la Milonga, la música que cantaban los músicos ambulantes cuando llevaban las noticias de pueblo en pueblo en forma de canción.
Don Gustavo lleva, entre el ojal de su pantalón y el bolsillo trasero, las ocho llaves que custodian uno de sus tesoros más preciados: una colección de más de 7 mil acetatos de 78 revoluciones por minuto (RPM), que lo convierten en uno de los coleccionistas más reputados del país.
El Málaga abrió sus puertas en 1957, pero no en la sede actual, que apenas comenzó a funcionar en 1972 y soportó crisis profundas como la construcción del Metro que convirtió los alrededores en un lodazal, cargado de arrumes de hierro y concreto. Ahora es un espacio tan entrañable que algunos clientes reciben, en el local, las llamadas de sus hijos, el periódico y hasta la correspondencia.
Recuerdos de otros tiempos
Para continuar el recorrido tanguero es posible desplazarse hacia el oriente y llegar al bar Adiós Muchachos, propiedad de don Camilo Valencia, quien se lo compró a su papá y continuó con la tradición que lleva en las venas: un amor de tiempo completo por el tango.
Don Camilo ha estado ligado al centro desde niño, al punto que cuando Ómar Portela, fotógrafo de CENTRÓPOLIS, comenzó a mostrarle fotos de la Medellín de antaño, él era capaz de identificar cada espacio: su colegio, la incipiente Avenida Oriental y el parqueadero que había antes de que construyeran el Parque San Antonio.
El bandoneón es el alma del tango, fue inventado por el alemán Heinrich Band y sirvió desde el principio para sustituir al órgano en las parroquias pobres.
Desde pequeño, don Camilo le llevaba la comida a su papá, quien siempre tuvo bares de tango y se quedaba escuchando la música, lavando vasos, haciendo mandados. Ya lleva 27 años al frente de Adiós Muchachos y nunca se cansa de este tipo de música en cuyas letras encuentra metáforas de la vida, un adelanto de las situaciones que pueden presentársele en el camino.
Lo que más sobresale del bar es una enorme barra con los licores perfectamente alineados al fondo, la idea la trajo don Camilo después de un viaje a Estados Unidos. Allí está sentado un señor con una mano en el rostro, que permanentemente mira hacia el techo y tararea todas las canciones hasta que un par de lágrimas corren por su mejilla y lo dejan mudo.
Tu nombre flotando en el adiós
Mucho más al oriente queda el Centro Cultural Homero Manzi. En sus paredes están las fotos de cantantes, bailarines, compositores y orquestas que gobiernan el espacio como figuras tutelares, la música antes sonaba en casetes, acetatos y discos compactos, hoy se programa desde el computador.
Francisco Javier Ocampo es el propietario. Se enamoró del tango desde niño, en los bares de la plaza de Amagá a los que no podía entrar, pero se conformaba con escuchar la música desde la puerta.
El Homero Manzi fue primero una cafetería en la que no ponían música. Don Javier siempre había querido tener un local únicamente de tangos, por eso comenzó a ponerlos en una casetera. Era el año 1988 y desde ese momento se esmeró por levantar un sitio respetable, donde también pudieran entrar las mujeres, porque había lugares en los que también se programaban tangos, pero las damas tenían prohibida la entrada.
El primer bandoneón que llegó a Buenos Aires iba en un buque sueco, uno de los marinos lo cambió en el puerto por una botella de licor.
Antes había por toda la ciudad negocios de tango, muchos no aguantaron la época del narcotráfico, en la que la gente tenía temor de salir a la calle. Los bares que quedaban en Guayaquil los compraron para construir El Hueco. En los barrios, los locales se inclinaron por músicas más populares como el vallenato o la salsa, solo algunos espacios como el Málaga, Adiós Muchachos o el Homero Manzi se han mantenido vigentes y son los encargados de guardar la tradición, mantener y cultivar su cultura. Son lugares cargados de historia, pequeños oasis cotidianos que parecen de otra época, islotes luminosos donde el tiempo parece correr más despacio y, en ocasiones, pareciera tener vocación de cangrejo.